Comentario
Que el monacato constituyó un agente repoblador decisivo, sobre todo en los primeros siglos de la reconquista, es algo que ya no se discute. La repoblación del valle del Duero se llevó a cabo, en gran medida, por monjes y hombres libres venidos del norte, a los que se unieron los religiosos inmigrados desde al-Andalus. Pero el papel del monacato fue aún más allá, como muy certeramente ha señalado Moxó, constituyó uno de los principales creadores de nuevas fuentes de riqueza y, sobre todo, su contribución fue decisiva en la formación de la rudimentaria articulación social que resultaba indispensable a la monarquía astur-leonesa, para la consolidación del territorio.
A través del monasterio y sus abades se van a canalizar un gran número de actividades, en especial las económicas, y, cómo no, en sus edificaciones se van a ir plasmando y consolidando las formas arquitectónicas que caracterizarán el período. Así, sus obras se convertirán en el principal vehículo de transmisión de los léxicos constructivos.
Aunque lamentablemente no contamos con restos suficientes conservados, salvo los templos, no puede negarse que el principal punto de atención de la arquitectura de la décima centuria es el monasterio. Tampoco la información documental es lo suficientemente explícita respecto a la calidad y, menos aún, a la topografía de los conjuntos monásticos. Sólo algunas referencias muy puntuales, como la que se encuentra en un escrito fechado en 927, en el cual el obispo Cixila, fundador del monasterio de San Cosme y San Damián, de Abeliar, describe la fundación y las dependencias del monasterio, pero de forma muy genérica: habla de que cuenta con los edificios necesarios para los monjes y para la ayuda a huéspedes, peregrinos, pobres y cautivos, pero entre los edificios sólo señala "la claustra". Este mismo término vuelve a repetirse en otro documento posterior, referido al monasterio de Valdesaz.
Ante la parquedad de los datos y atendiendo a otras circunstancias conocidas, debemos suponer que el monasterio del siglo X presentaría pocas variantes respecto a las manifestaciones de época visigoda. No en vano, las órdenes monásticas hispanogodas, como es sabido, estuvieron en vigor hasta el siglo XII en que fueron sustituidas -a la par que la vieja liturgia hispana- por la reforma cluniacense y la liturgia romana. Sin embargo, a la luz de la ilustración del Beato Tábara, puede pensarse que los edificios monásticos, al margen de la iglesia, eran simples estructuras funcionales, cubiertas con madera. Seguramente esta circunstancia explique, por sí misma, la total desaparición de aquéllos.
No obstante, pese a esta pobreza aparente, la fundación de monasterios en número muy elevado es un hecho que debe tenerse en cuenta. Somos conscientes de que la principal fuente de información documental que hoy podemos manejar es, especialmente, monástica, lo que justificaría la abundante cantidad de datos disponibles; sin embargo, también es cierto que la mayoría de los edificios de repoblación conservados responden a aquéllos, lo que corrobora su importancia en la arquitectura del momento. Seguramente la causa de su proliferación estribe en que el monasterio en sí constituye un centro de producción, con una gran repercusión social y económica, lo que inscrito en una sociedad, cuya base fundamental es la agricultura -cada vez con unos horizontes más amplios-, hace de él un elemento imprescindible en la tarea de roturación de las nuevas tierras.
Por otra parte, junto a este proceso de benedictinización -discutido por los historiadores- entre las comunidades monásticas surgen algunas fórmulas que también contribuyen a su multiplicación. Una de ellas es el llamado pactualismo o pactismo, consistente en la fundación de comunidades a partir de un compromiso, un pacto -de aquí el término- entre un individuo, que pasa a ser el abad, y otros varios que quedan sometidos a él. Detrás de estas comunidades generalmente se esconde una motivación económica, pues el abad, en muchos casos, es elegido por su preeminencia social y, al mismo tiempo, se produce una aportación material de cada uno de los miembros, contribución que pasa al conjunto comunitario.
Esta fórmula, que en realidad era un viejo uso de origen suevo-visigótico, encaja muy bien en la dinámica económica y social de la época y, de hecho, encontraremos algunas pervivencias muy posteriores en el valle del Duero.